Intransitable, hostil, bizarra, he aquí la otra cara de nuestra sentida ciudad atravesada por la espada del desconsuelo cuando vas o vienes por la Calle Elvira. Uno siente su desamparo y abandono y así mismo se abandona a una melancolía juvenil digna del desasosiego de Pessoa o de la murria de un Lord Byron desesperado. Calle antigua de nuestra ciudad antigua, la que más, soberbia en su día, rica también de comercios y especierías, bien ornada, eficiente y viva como un hormiguero recolector antes de la llegada del otoño. La más larga con un nombre que es el nombre de un camino que la precedió. Se hace duro pensar cómo ha podido sobrevivir ante el cataclismo continuo que ha sufrido en en sus carnes desde “el modernismo a la parisina de los burgueses del azúcar y su mediocrísima Gran Vía ” a la calamidad contemporánea con los bloques de pisos, la falta de limpieza, los inmuebles ruinosos.. y las despedidas de solteros. Y sin embargo ahí sobrevive tan campante viendo pasar por sus venas toda la turbamulta de tribus urbanas, turistas de paso, abuelas que van a misa y negociantes al menor de cincuenta países, casi todos magrebíes. Que puedan salir ilesos de las arremetidas de los coches o de la pequeñez de las aceras es parte de la prueba, aunque no la mayor, pues aún habrán de sortear algún grupúsculo de mozas con penes en el moño despidiendo soltería, a los pedigueños de oficio sentados en las esquinas o a las vírgenes niñas que buscan clientes para el parque temático de los restaurantes de tapas del entorno de Plaza Nueva.
“Pasas una vez por Calle Elvira y ya no eres el mismo”, señala el poeta Antonio Luzón, un poeta anónimo y mínimo, que por no molestar no escribe: “Es calle de paso pero el paso te hace volver una y otra vez”, repite el mismo bate, es algo pegajoso que se queda como en la carne. Yo empecé buscando unos tebeos en un tienducho de San Gil y no he dejado de volver semana a semana, bien a probar las primeras pizzas que vinieron a Granada en la pizzería Pepino, bien a hacer unos cursos que impartía en el Intercolegial un excura venido a rojo, y ahora por gusto. Tiene esta calle como una vieja melodía de copla y rocanrrol que va y viene cuando quiere y se te queda.
“E vero se muove”, y aquí nos vamos a parar unos minutos para contar cómo aquella arteria milenaria que partía la ciudad por dos, honrada con el blasón de una Puerta fortaleza y un río en el otro extremo donde abrevar incontinencias y caminos, ha sobrevido, qué digo sobrevivido, ha enterrado a otras muchas sin temblarle un pelo ni pedir misericordia y a su modo marca el tic tac de la vieja Granada desde su glorioso Arco hasta el desaparecido Puente del Baño de la Corona al otro lado del río. Y claro, ya no están las Manolas, que van por la calle solas de aquel himno optimista o entusiasta que presumía de ser calle de lucimiento y paseo, a saber con quién o con qué encontronazo de rebaños de cabras en apretado ordeño, o aguadores castizos rimando en sus vasos el anisete y el pregón, se topaban aquellas manolas.
Digamos que la poda ha sido continua y brutal: el Pilar del toro de la Plaza de San Gil, se cambió de sitio para gloria de un patricio que fué regidor local y luego barón de San Calisto. Los modestos hospitales que dan nombre a la actual Iglesia desaparecieron por ensalmo quedando los escollos para residencia de nonagenarios agustinos y de Santa Rita. Más abajo, las callejuelas o callejones que miraban hacia Beteta o Zenete se hundieron en sus propias miserias y le salieron granos en forma de mezquinos apartamentos o solares infectos.
En una esquina, cuatro pasos más adelante, quedaba la modesta taberna llamada con ínfulas “Bodegas Navarro”, en esquinado diálogo de barra con los anticuarios vecinos -Reyes y otros más-, el oficiante con su Montilla y tacita de caldo de caracoles era capaz de levantar a un muerto o dos a la vez. Una maravilla desaparecida que gustaba hasta los estudiantes.
La Calle de Paso, escenario de la batalla más larga y cruel contra unos vecinos de renta antigua la echaron abajo con nocturnidad y alevosía no hace tanto y sus paralelas por ese lado lucen la incuria típica de la zona. Esta famosa calle tenía entrada por aquí y salida a Beteta, y los asustaviejas se llevaron por delante una joya de la arquitectura popular que permitía acceder de una calle a otra sin tener que dar la vuelta por Fernando Poo. A su izquierda, el Convento del Santo Angel Custodio, (exBanco de España) sucumbió al binomio ocupación napoléonica-desamortización y se quedó ese edificio digno de mausoleo austrohúngaro, rígido, academicista, frío como el hielo, en un torno caliente y vivo, vivísimo hasta el disparate. Porque hemos de decir que sin duda la Calle Elvira ha sido y es la calle más aguerrida y vital de la ciudad. Compulsiva, excéntrica, popular por todos sus poros. Cambia el tatuaje de sus transeúntes pero la calle resiste todo. La destrucción, la chapuza, el mal arreglo. Y la lista de desafueros sigue con el palacio de Cetti Meriem, compañero de calle transversal, desaparecido a principios del siglo XX que quedó derribado finalmente con las obras de la Gran Vía; otro tanto pasó con el jardín- huerto de las Paulinas, que llegaba cerca de esta calle. Y el palacio del Marqués de Falces y puestos a añadir, las Casas de la Inquisición, tortuosa manzana con dos entradas y sendos edificios malformados con sus calabozos y salas de interrogatorio, presidio que a veces se quedó chico y una de cuyas puertas miraba a esta calle. De ese tiempo ya católico queda mutilada la actual iglesia de Santiago, la que fué de los Inquisidores, con una pieza religiosa tremenda en forma de niño crucificado: “El niño de la Guardia”, devocionado como víctima inocente de un supuesto ritual de crucifixión protagonizado por los algunos judíos de aquella localidad.
Nada de todo esto que contamos y lo que no contamos ha sido capaz de hundir su parcelario. Una atávica atadura a sus cimientos la mantiene (groso modo) como en aquellos tiempos de sus inventores Ziríes. La casa número 100, por ejemplo, escribe Juan Manueol Barrios, era una casa noble con patio de columnas sobre casas moriscas que se echó abajo sin remisión ni consuelo no hace ni treinta años dejando únicamente la portada y el escudo. Pues eso. En un local del patio de esa casa, cuenta Concha L. Navarro, alguien montó una fábrica de fideos y pastas que daba gusto ver y oir desde la puerta de la calle por el triquitraque de sus máquinas.
La siguiente calle de Arteaga nos lleva al famoso Postigo de la Cuna, hospicio que fué desde 1758 hasta el 1826 y aún el edificio entero mantiene su nombre precedido por la placeta famosa del Pozo Ayrón que los granadinos creyeron siempre que aliviaba a la ciudad de los gases que producían los terremotos y que reabrieron en varias ocasiones por miedo a los temblores y volvieron a cerrar convencidos de la necesidad de rezar más padrenuestros y depositar más limosnas en los cepillos. Una rehabilitación recientísima nos permite contemplar los cimientos y muros de aquellas casas principales que colgaban las aguas a esta calle. Muros, cimentación y restos arqueológicos nos muestran cimientos asentados dos metros por debajo de la calle actual. Más adelante nos encontraremos con la iglesia de San Andrés, cerrada y medio destruida, incapaz nadie de levantar siquiera su portada con mal de piedra. Tampoco tiene ya arreglo. En la calleja llamada de San Andrés podemos encontrar una gatera que acaba en aljibe de la primitiva mezquita y los baños de las Tumbas, o de Don Hernando, -frente por frente- nos deja un tesoro escondido del siglo Xll y Xlll, sometido a la calamidad de una administración inoperante que suele gastar dinero en fuegos artificiales y petardos para el Corpus y claro, no queda para ésto. El Molino de la Corteza de San Andrés, con su dédalo de callejuelas en cuesta y sus ángulos perdidos donde por la noche los truhanes espabilaban a los chiquillos dándoles sustos de muerte sube hacia arriba y se corta en otros callejones y esquinas tan laberíntico todo como antaño y uno se pierde y se halla sin poner voluntad en ello. Si seguimos por nuestra calle Elvira llegaremos sin remedio a la famosa puerta milenaria, mutilada también, deshecha hasta dejar sólo su máscara, que es el Arco nazarí que aún queda en pie, después de que los franceses se cargaran todo el complejo de doble puerta, arcos y bóvedas que hacían de ella una maravilla, porque el ancho no le iba a sus carros.
Un poquito antes nos susurra una meditación la Capilla de San Juan de Dios, ahí donde el Santo portugués vendía libritos religiosos a labradores, soldados y mujeres encinta. ¿Qué diría si se hubiera topado con el erotómano Patxi, el de la tienda del porno, a escasos cincuenta metros?.
-Hermano Juan,- Hermano Patxi:
-morir habemos,
-hermano, ya lo sabemos.
Echamos la vista arriba girando hacia Abarqueros, contemplamos los despojos del singular bar El Arco Iris, experto en gambas baratas y tiesas que daban un perfume a marisma a toda la placeta. Y no, no es eso. Es otra cosa. Cuero viejo, vino agrio, maderas y sándalos, vieja seductora calle Elvira.